Aquella soleada tarde de febrero, cuando mi abuela, sentada en la silla de mimbre del porche de la casa (en El Consejo), comentó a mi tía, en medio de sorbitos y soplidos a su taza de café con leche y mordiscos a su galleta María, lo triste que estaba porque el carro que le habían comprado a mi primo de regalo de niño Jesús no le había durado absolutamente nada, rematando con un «tanto que caminamos por Maracay, para que ya no sirva y no tiene ni dos meses». Estoy segura de que no se percató que yo estaba ahí, jugando muy cerca. Y si lo hizo, pensaría que no las escuché, porque no hice el más mínimo gesto que delatara lo que sentía en ese momento. No lo podía creer. Después de todo Ronald tenía razón. El niño Jesús no existía.
Ronald, el hijo menor de una hermana de mi abuela, se habia cansado de decirme que eso de un angel con espíritu de niño que regalaba juguetes en navidad no eran más que cuentos de camino, «inventos de los adultos en los que nada más pueden creer niñas bobas como tú». Y bueno, admito que nueve años era ya como tarde para enterase lo que todos los demás niños de mi salón sabían desde hacía tiempo, niños a los que yo no había querido escuchar, y a los que simplemente respondía «Mentiiiraaa», moviendo la cabeza con ligero desdén. Yo sabía que sí existía.
Durante algunos días pensé cómo preguntarle a mi mamá. Hasta que lo hice una tarde, después de la tarea y mientras la acompañaba a hacer limpieza en su cuarto «ma, por qué la yeya le dijo a mi tía que ellas habían caminado mucho por Maracay para comprar el carro que el niño Jesús le trajo a Julio». Así, todo de una vez y sin respirar. Mi mamá, que es de esas que suelta manantiales por los ojos cada vez que se emociona, me abrazó y lloró. Yo hice lo mismo, aunque no entendía muy bien por qué llorabamos.
La siguiente navidad, estaba clarísimo para mi que el privilegio de esperar algún juguete, había desaparecido con aquella tarde de café y galletas María. Y aunque la pasamos muy bien en la casa de mi tío, sabía que cuando llegara a casa no iba a encontrar nada para mi. Así que cuando volvimos y mi hermano sacó de abajo del arbolito varías cajas, supuse que eran todas para él, pero entoces me dijo, para mi sorpresa, «esta es para ti». Justo lo que yo quería y que no había pedido, y estaba ahí, en su caja, nuevecita, para mi. Con una linda tarjeta escrita con la inconfundible letra de mi mamá y firmada por el Niño Jesús. No pude evitar llorar y ahora sí conocía el motivo. Mi mamá, con la sorpresa de la Barbie dream glow, me regrasaba un poquito de esa inocencia que vamos dejando en el camino. Esa, que aunque se quiera no vuelve.
Que dulce historia! Algo parecido me pasó y agradecí siempre a mi niño jesús que siguiera poniendome regalos!
Qué hermosa historia lennis!!! Es verdad, cuando se pierde la inocencia, es casi imposible recuperarla…
Saludos!!
Katyca
Yo no solo perdí la inocencia sino además dejé de ser inocente; pasé dos años haciéndole creer a mis padres que no sabía la verdad sobre el Niño Jesús para seguir recibiendo regalos. Sin embargo creo que en el fondo, además de burdo egoismo, había un intento por no decepcionarles, por proteger la inocencia que ellos también pierden cuando sus hijos se enteran de la verdad.
¡qué historia más conmovedora! 🙂
yo nunca me enteré de su inexistencia porque, desde muy pequeña, tampoco entendía bien la historia. estando muy chiquita le dije a mi mamá que yo no podía creer que un niño tuviera dos mil años. entonces mi mamá tuvo que decirme que él le daba el dinero a los papás para que le compraran los regalos a los niños. y yo le seguí escribiendo cartas, que aún conservo.
y esa barbie me recordó a la barbie cumpleaños, que las serpentinitas del vestido también brillaban en la oscuridad. era genial, pero no tanto como se ve ésta.