Durante una conversación de sobremesa en la que hablábamos de literatura y en la que, de esa manera en que se resbalan las conversaciones, terminamos hablando de autoayuda, llegamos a la conclusión de que hay una generación claramente demarcada por la lectura de Conny Méndez, a quien todos hemos escuchado nombrar alguna vez (y uno de esos nombres que difícilmente asociamos a algún rostro), pionera en nuestro país de la “literatura metafísica y el pensamiento new age”.
Esa o esas generaciones se pueden ubicar entre los cincuenta y cortos y los sesenta y largos (tan largos que, quizás, pisen un poco la siguiente década). De la misma manera que las generaciones más jóvenes se han visto influenciadas por el tan vendido Paulo Coelho, otro de esos autores en cuyos libros la gente busca afanosamente un soporte, una respuesta para esos momentos en que la vida luce demasiado confusa, una pildorita de conocimiento, de saber, de autoestima o siquiera una historia que les diga que otros han estado tan o más jodido que ellos, y que han logrado salir de ese sitio/momento/tribulación del que, creen, no hay puerta de salida.
Y hablando de «tribulaciones» (la palabrita me gusta particularmente para este tema, creo que le va tan bien como al religioso), creo que todos en algún momento las hemos padecido. Todos, en mayor o menor medida, nos hemos preguntado quiénes somos, en dónde estamos, hacia dónde vamos, e incluso, si ¿hay alguien ahí? Creo que entonces lo que se podría cuestionar no son las preguntas sino, más bien, dónde se buscan las respuestas.
Aquella conversación de sobremesa coincidió, felizmente, con la relectura de El enterrador, del poeta norteamericano Thomas Lynch. Y digo felizmente porque esa relectura me ha llevado a seguir pensando en todo esto. El enterrador es un libro en el que definitivamente he encontrado lo que buscaba, no autoyuda ni píldoras para la eterna felicidad, por cierto, sino simplemente alguien contando con poesía su visión de la vida, la muerte, el amor y la fe. Una visión con la cual poder contrastar la mía. Alguien que mira a lo profundo y con quien puedo estar (o no) de acuerdo. Un libro para subrayar y pensar, sobre todo esto último. Pensar en mi visión del mundo más allá del mecánico hecho de asentir, y tratar de aplicar las fórmulas de alguien como si de mantras se tratara. Un libro en el cual «simplemente» leer poesía.
Y a propósito de leer poesía buscando respuestas, he recordado también un texto que leo y releo. Un poema de Adam Zagajewski que cierra con los siguientes versos: «En las calles y avenidas de mi ciudad / en silencio y con fervor trabaja la oscuridad. / La poesía es la búsqueda del resplandor.» Y siento que allí está la respuesta a mi necesidad de sobrevivir en la ciudad más violenta del continente, que la búsqueda debe ser la de la poesía, la del resplandor real y no la del chip (como ese que, en la película de los hermanos Wachowski, otorgó al héroe la capacidad de aprender kung fu en segundos) que permita grabarnos la fórmula para sobrellevar la vida.
Quizá el problema con estos lectores es que buscan en la autoayuda “El Resplandor” sin saber que lo hacen en el lugar equivocado.