El chico tiene las manos bonitas, las mueve en el aire como queriendo atrapar algo. Eso es lo que hace que levante la vista del libro en el que me refugio mientras viajo en el metro. Está sentado con su mamá, frente a mí. No quiero parecer indiscreta por estar mirándolo, así que intento continuar con la lectura. En Plaza Venezuela sube al tren un grupo de niños de esos que hace pensar en todo un salón de clases hablando al mismo tiempo. Pienso en los míos. Intento leer de nuevo, no sin antes volver a ver las manos que se mueven, esta vez queriendo atrapar algo que parece estar en mi asiento. No logro concentrarme de nuevo y de inmediato recuerdo que voy a llegar tarde a la oficina y que, de paso, ayer no fui. Y las cuentas por pagar, la lista de útiles escolares, los chicos de vaciones en casa y algunos angustias personales se hacen presente. Los niños que van al parque hablan a todo volumen. Una señora le cuenta los problemas de su hija a una vecina que viaja de pie a unos metros de ella. Qué molesto se hace el trayecto a una oficina que cada día aburre más. Las manos, que intentan atrapar mi libro vuelven a llamar mi atención, son blancas de dedos delgados, bonitas. Y su dueño tiene el cabello de un color que muchas mujeres intentan obtener tras largas sesiones de peluquería. Tendrá unos diez años y está sentado sobre su madre. Estamos ya por Chacao y el alboroto de los que van al parque no se soporta, pero yo no los veo, sólo llama mi atención el chico del cabello bonito. Es evidente que no puede caminar, ni hablar, ni jugar en el parque. Miro su rostro y me sorprendo de encontrarme con una mirada que no encaja en esa cara. Una mirada despierta, desesperada de estar presa, una mirada que dice todo lo que no podrá decir su boca. Todas mis estúpidas angustias desaparecen bajo el peso de esa mirada que ya no puedo sostener y hago un esfuerzo para no llorar, no quiero sentir compasión. Afortunadamente se cansa de mirarme y se refugia en el pecho de su mamá; un mujerón inmenso que lo mira con una dulzura profunda, besa su cabeza y cierra los ojos. En Parque del Este se bajan los otros chicos. Yo me bajo en Los Dos Caminos con una basurita en el ánimo, como diría Mafalda. Quisiera recordar siempre su mirada, y sus manos. Pero sé que tarde o temprano volveré a las estúpidas angustias de las que nos llenamos cada día.
A veces los inmensos dolores que pululan alrededor nos hacen ver lo estúpido de nuestras angustias, y a veces son nuestras estúpidas angustias las que evitan que nos quedemos paralizados ante el dolor.
Un placer leerte. Bienvenida de nuevo